La gran tradición cultural de los pueblos de la región y su relación con el mundo de lo sagrado le dan a la comida desde tiempos inmemoriales un lugar privilegiado en el espacio terreno; hermanada a las fiestas y a su calendario, la mesa oaxaqueña se enriquece a través del tiempo con una enorme variedad de platillos, y de éstos, los moles representan la expresión más acabada de su refinamiento.
Hubo de transcurrir mucho tiempo para que las circunstancias amalgamaran la herencia de latinos y arábigos, traída a estas tierras por los hombres de la espada y la cruz con el largo y pensado experimento culinario de los pueblos de la región. A partir de ese momento se inicia el matrimonio entre el ajo y el chile mulato; el aceite y el miltomate; el anís y el jitomate; los cacahuates y las almendras tostadas; las hojas de aguacate asadas y la pizca de comino; la mejorana y el chocolate, y la hoja santa y el tomillo.
Sin reparar en esto, sin revisar palmo a palmo los secretos de esta historia, el viajero, atraído por los encantos de la vieja Antequera, no podrá sustraerse, ya frente a la mesa, a la idea de pedir que le sirvan alguno de los siete moles: negro, colorado, coloradito, chichilo, verde, amarillo y mancha mantel. Al degustarlo, el sabor le hablará de éstas y de otras tierras, pero habrá descubierto, sin proponérselo, uno de los íntimos secretos del país de las nubes.